Hace algunos años encontre en un tianguis este hermoso libro de uno de mis escritores favoritos "Michael Ende" - EL ESPEJO EN EL ESPEJO- les puedo decir que tuve muchos sentimientos encontrados al leerlo, me dejo pensando y mucho! me encanta la manera en que el escritor involucra al lector en sus aventuras surrealistas... bueno para que les cuento mas? les dejo un cuento que sustraje de este libro... en lo personal se convirtio en uno de mis favoritos.
El hijo se había soñado alas bajo la experta dirección de su
padre y maestro. Durante muchos años las había creado, pluma por pluma, musculo
por musculo y huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo, de sueño,
hasta que tomaron forma. Las había dejado crecer de sus omoplatos en la posición
correcta (era especialmente difícil percibir con toda exactitud la propia
espalda en sueños), y había aprendido poco a poco a moverlas adecuadamente. Había
sido una dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras
interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse al aire
por unos instantes. Pero luego cobro confianza en su obra gracias a la benevolencia
y severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había
acostumbrado tan por completo a sus alas que las sentía como parte de su
cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar. Al final había
tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin ellas. Ahora
era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o manos. Estaba
preparado.
No estaba en absoluto prohibido abandonar la
ciudad-laberinto. Al contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un
bienaventurado y su leyenda era contada durante mucho tiempo, pero eso solo les
estaba reservado a los dichosos. las leyes a que estaban sometidos todos los
habitantes del laberinto eran paradójicas, pero inmutables. una de las mas
importantes decía: solo quien abandona el laberinto puede ser dichoso, pero
solo quien es dichoso puede escapar de el.
Pero los dichosos eran raros en los milenios,
El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse
antes a una prueba. Sino la superaba. No era castigado el, sino su maestro, y
el castigo era duro y cruel.
El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo
"esta clase de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero solo hace
ligero la felicidad" después había escudriñado largamente a su hijo y
pregunto por fin
- ¿eres feliz?
-si, padre, soy feliz- había sido siempre su respuesta.
¡Oh, si de eso se trataba. No había peligro alguno! era tan
feliz que creía poder volar incluso sin alas, pues amaba. Amaba con todo su
fervor de su joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una duda. y
sabia que su amor era correspondido de la misma manera incondicional. Sabia que
la amada le esperaba, que al final del día, tras superar la prueba iría a su
habitación azul celeste. Entonces ella se echaría en sus brazos ligera como un
rayo de luna y en ese abrazo infinito se elevarían sobre la ciudad, dejando
atrás sus muros como un juguete arrinconado, volarían sobre otras ciudades,
sobre bosques y desiertos, montañas y mares, lejos y mas lejos, hasta los
confines del mundo.
No llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que
arrastraba como una larga cola por las calles y callejas, los pasillos y
habitaciones, así lo quería el ceremonial en aquella ultima prueba decisiva.
Estaba seguro de que la superaría, aunque no la conocía. Solo sabía que siempre
se adecuaba por completo a la personalidad del candidato. De esta manera
ninguna prueba consistía precisamente en adivinar a través del autoconocimiento
en que consistía aquella. El único mandamiento severo al que podía atenerse
decía que bajo ningún concepto debía entrar durante la duración de la prueba,
es decir, antes de la puesta del sol, en la habitación de la amada. En caso
contrario quedaría inmediatamente excluido de todo lo demás.
Sonrió al pensar en la severidad casi furiosa con que su
respetado y bondadoso padre le habia comunicado este mandamiento., no sentía la
mas mínima tentación de quebrantarlo. Ahí no había peligro alguno para el, en
ese aspecto estaba tranquilo. En el fondo nunca
había entendido bien todas aquellas historias en las que un mandamiento
semejante hacia que alguien sítiense precisamente impulsado a vulnerarlo. en su
marcha por las desconcertantes calles y edificaciones de la ciudad-laberinto
había pasado ya varias veces ante la construcción en forma de torre en cuyo
piso mas alto, cerca del tejado, vivía la amada, y dos veces incluso ante la
puerta, sobre la figura del numero 401. Y el había pasado de largo, sin
detenerse. Pero eso no podía ser la verdadera prueba. Habría sido demasiado
sencilla, excesivamente sencilla.
a todas partes donde llegaba se encontraba con desdichados
que le miraban o seguían con los ojos admirados, nostálgicos o llenos de
envidia. Conocía a muchos de ellos de antes, aunque tales encuentros no podían
producirse nunca intencionadamente. en laciudad-laberinto, la situación y
disposición de las casas y calles cambiaba ininterrumpidamente, por eso era
imposible darse cita en ella. Cada encuentro sucedía casual o fatalmente, según
como se quisiera entender.
Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba
prendida y volvió sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un
mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de red.
-¿Que haces?- le pregunto
-¡ten piedad! -contesto el mendigo con voz ronca-. A ti no
te pesara, pero a mi me aliviara mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparas
del laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz.
Por eso te pido que te lleves una pequeña parte al menos de mi desdicha. Así
participare un poco en tu evasión. Eso me daría consuelo.
Los dichosos raramente son duros de corazón, entienden a la
compasión y dejan participar a otros de su abundancia.
- Esta bien- dijo el hijo-, me alegra poder hacerte un favor
con tan poco.
Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre
angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.
-supongo que no nos negaras a nosotros -dijo llena de odio-
lo que concediste a aquel
y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red
a partir de ese momento la red se hizo cada vez mas pesada.
Había un sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se
encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato, una
prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal muerto, una
herramienta o hasta una puerta.
Caía la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo
avanzaba penosamente paso a paso, inclinado hacia adelante como si luchase
contra una gran tempestad inaudible. su rostro estaba cubierto de sudor, pero
todavía lleno de esperanza, pues creía haber comprendido en que consistía su
misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes fuerzas para llevarla
a cabo.
Entonces anocheció y seguía sin venir nadie para decirle que
ya bastaba. sin saber como había llegado con la interminable carga, que arrastraba,
a la terraza de aquella casa como una torre en la que estaba la habitación azul
celeste de su amada. Nunca se había percatado de que desde allí se divisaba una
playa, aunque tal vez esta no había estado nunca en aquel lugar. Profundamente
preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte
brumoso.
En la playa había cuatro hombres alados como el y, aunque no
podía ver al que hablaba, oyó claramente como eran absueltos. Pregunto a gritos
si le habían olvidado, pero nadie le presto atención. Tiro con manos
temblorosas de la red, pero no logro quitársela de encima. Grito una y otra
vez, llamo a su padre para que viniese a ayudarle inclinándose todo lo que
podía sobre la barandilla.
En la última luz del crepúsculo vio como allí abajo su
amada, envuelta en velos negros, salía conducida por la puerta. Luego apareció,
turado por dos caballos negros, un coche negro cuyo techo era un gran retrato,
el rostro lleno de dolor y desesperación de su padre. La amada subió al coche y
este se alejo hasta que desapareció en la oscuridad.
En ese instante el hijo comprendió que su misión había sido
ser desobediente y que no había superado la prueba. Sintió como sus alas
creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo que nunca volvería
a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que, mientras durase su vida,
permanecería en el laberinto. Pues ahora formaba parte de el.